Algunos podrían pensar que vagar por toda la eternidad sería una maldición, pero la verdadera maldición es el insoportable tedio que trae consigo el paso de los siglos. Casi nadie puede verme, ni oírme, y aunque mover objetos para asustar a los vivos antaño me divertía, ahora ya ni eso. Las nuevas generaciones están tan insensibilizadas que ni se inmutan ante lo inexplicable. ¿Quién podría culparlos? Pandemias, nevadas, volcanes en erupción, y tal y como está la política y la economía... ¿Qué más da que el salero salga despedido de su estante o las sillas aparezcan subidas a la mesa?
Es por eso que, desde hace siglos, me he buscado otros hobbies.
Hay una leyenda entorno al Teatro Romea de Murcia. Dicen que, cuando expropiaron los terrenos a la Iglesia, un fraile dominico maldijo la construcción y advirtió de que se quemaría tres veces, la tercera siendo la definitiva. Esto, dicen, ocurre cuando se completa el aforo del teatro. De hecho, ya ha ocurrido dos veces. El temor es tal que los trabajadores tienen orden de nunca vender todas las entradas: dejan así un asiento siempre vacío, que han tapizado en negro para distinguirlo de los demás.
Es mi asiento. Y es mi leyenda.
Pero no soy ningún fraile, sólo el idiota al que cayó una viga. No es una venganza, es mero aburrimiento.
Por fortuna, en la noches de los difuntos, cuando el velo que me separa de los vivos se vuelve más fino, podréis verme y oírme. Quizá ya lo hayáis hecho, quizá nos hayamos tomado una caña en la Plaza de la Merced, o una marinera en la Plaza de las Flores. Y sólo entonces recuerdo, que Murcia no está mal para los vivos.
Muy buena la propuesta.