«Carajo»

Carajo, vaya cara de sapo que tiene este muchacho. Con esos ojos saltones y esa boca de chancla. ¿Qué le darán de comer para que esté tan gordo? ¿A dónde narices va con ese saco de ropa? ¿No tiene unos padres que le revienten los granos de la cara de una bofetada? ¡A ver si espabila! En mis tiempos, solo había un tipo de gordo: el rico. Los demás, entre el currusco negro, la sopa de bellota y el regaliz, teníamos como para darle una vuelta al cinturón de camino a la fábrica.

Carajo, vaya zopenco. Y qué cara de besugo mirando ese cacharro que le brilla en la mano. ¡Qué manos! ¡Qué mierda de manos! Blandurrias, fofas, rechonchas. De tanto tocarse los... y de no agarrar capazos, espuertas, cubos y herramientas. Una buena azada le daba yo, en vez de esa cosa que brilla. Si tiene edad de llorar, tiene edad de trabajar.

Carajo, como no cierre la boca se le cae un chorretón de baba que ni el salto del Corchado. ¿Y eso que lleva en la ropa, qué es? ¿Una marca capitalista? ¿Se ha vendido a los americanos? ¿Le pagarán por hacer publicidad, por ser un anuncio con jamones? Porque ya se sabe que, del cerdo, hasta los andares.

Carajo...

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«¡A ver, chicos, atención!», dijo la profesora en la sala menor del museo. «Este señor tan serio es Antonio el Dinamita, líder obrero de la revolución de 1934. Tristemente famoso por volar una fábrica de tornillos, por liderar la primera huelga y por matar a tiros a tres guardias civiles», añadió la profesora mirando a Toñín, que mascaba una chocolatina con desazón.

«Y por si no lo sabéis, es el bisabuelo de vuestro compañero García», añadió sin más.

«¡Carajo!», pensó Toñín.