No tengo escapatoria. Se aproxima.
Soy consciente de que me tomé las cosas con demasiada calma. Mientras todos los vecinos avisaban que bajáramos, yo pequé de escéptico.
Esto es incontrolable, decían. Alarmistas, pensé. Ahora lo lamento.
Cuando al fin decidí huir, el enemigo me bloqueaba todas las salidas. Sólo pude subir, de cada vez más arriba, hasta la azotea.
La cornisa me invita a saltar o esperar a que la bestia me devore. La decisión más importante de mi vida.
El enemigo del que os hablo es el más antiguo de la humanidad. Una fiera, un monstruo, un elemento que es capaz de arrasar todo lo que tenga delante, sin importarle nada ni nadie. Un ente invocado o creado en ocasiones con un simple cigarro o un cortocircuito. Quizá hoy alguien olvidó apagar el fuego del hornillo.
Me asomo al vacío. Seis pisos me separan de la calle, de mi salvación, de mi vida. ¿Por qué no llegan los bomberos? Escucho otro estallido y hace que pierda el equilibrio; por suerte o por desgracia no caigo al vacío. Ya está aquí.
Las llamas hacen acto de presencia devorando la puerta de acceso en cuestión de segundos, aunque a mí todo esto me parece una eternidad.
Estoy sudando a mares.
Miro a mi enemigo frente a frente, y le saludo. Ha llegado la hora. La adrenalina que recorre mi cuerpo me obliga a tomar la decisión. Por un instante pienso en el 11-S. ¿Cómo es capaz uno de saltar desde semejante altura?
Imagino que se debe al instinto de conservación; el fuego te abrasará sin remedio, pero, ¿y si ocurre un milagro durante la caída?
Agradezco el aire fresco. Miro a esa cornisa que de cada vez es más pequeña. He ganado. Es lo último que hago.