Era demasiado tarde. Siempre nos cuesta admitirlo porque nuestro cerebro comienza a trabajar afanosamente en busca de una salida, pero existen ocasiones en las que es mejor ceder a la presión. Supongo que, por ese motivo, el corazón ya no me martilleaba en la garganta. Tampoco mis miembros temblaban ni mi respiración sonaba desacompasada. Simplemente, el organismo parecía haber asumido que aquel día sería el último de mi calendario.
Desconozco cómo se originó el fuego. Daba igual. El parque de bomberos más cercano estaba situado a cincuenta kilómetros del lugar. Para cuando llegaran, todo habría quedado reducido a escombros.
Me encontraba en la azotea del bloque, solo y desamparado. Muchos habían sucumbido al abrazo flamígero de las llamas, otros habían tropezado por las escaleras. Yo decidí seguir el camino opuesto, confiando en que, allá hacia donde me dirigía, me toparía con una escalera de mano, una tubería o algo que me permitiera iniciar el descenso.
No había nada. Tan solo ocho pisos que me recordaron mi miedo a las alturas. Opté por reconocer la derrota, entregarle a la Muerte las llaves de mi efímera existencia y disfrutar de los pocos segundos que aún me quedaban.
Qué curioso, ¿verdad? Uno podría pensar que, en los últimos coletazos de su vida, la mente evoca los mejores momentos, las historias más entrañables. Pero no. Lo que en su lugar emerge con la fuerza de un coloso son todas las mentiras que hemos contado, todas aquellas cosas que nunca tuvimos el valor de hacer y todas las veces que no estuvimos cuando debimos haber estado. No pensamos en nuestra familia ni en nuestros amigos. Solo en nosotros mismos. Ni siquiera cuando morimos somos capaces de mostrar agradecimiento.
Pero bueno, eso se había acabado. Abrí los brazos y me arrojé al océano anaranjado que se extendía a mis pies.