«Ejecución bien avenida»

20 de mayo de 1536. Hasta esa fecha se desplazó la cápsula con las coordenadas precisas para aparecer en la Torre de Londres. Eran tres días después de la famosa ejecución y cuando llegaron, el lugar estaba deshabitado.

Los dos científicos viajeros, atendiendo a la información de un historiador sobre una carta no entregada, revisaron la sala con ahínco. Finalmente dieron con ella debajo del asiento de una silla estilo Tudor, por dentro de las cinchas de lona. Uno de ellos la abrió y empezó a leer, causando una profunda resonancia en la estancia, ligera de mobiliario:

«Querido Enrique,
No creas que la alegría que muestro el último día mi vida es un gesto impostado cargado de solemnidad. Ni un aliento de rencor me llevo al sepulcro aunque sean tus decisiones las que me dirijan hacia él.

Entiendo que Juana Seymour habrá alterado tu juicio, como quizás lo hizo una servidora cuando Catalina aún era consorte. Es ley de vida. Y yo sabía con quién contraía nupcias regias.

Por mi parte, sólo quiero agradecerte la oportunidad de reinar. Sé que hemos dado muchos pasos hacia la prosperidad de nuestra monarquía; con sinceridad siento haber sido una gran reina, de difícil parangón, y espero verme superada por el saber hacer de nuestra hija Isabel.

El azar o el mal augurio quiso que no te diera un varón y ahí empezó mi sentencia.

Aunque públicamente no muestre ademán alguno de defender mi inocencia, solo te pedía benevolencia hacia todos los hombres que Cromwell ha detenido. Tú y yo sabemos que el adulterio no ha existido y mucho menos con mi hermano Jorge. Sin embargo, las últimas noticias dicen que me acompañarán en mi último viaje. Así sea.

La inmortalidad ya la conseguí siendo Reina de Inglaterra.

A Jesucristo encomiendo mi alma, y que el Señor se apiade de la tuya.

Ana Bolena»