«El dominio de los dioses»

El hombre de ojos grises contemplaba a la joven de ojos negros, hipnotizado por el ágil movimiento de sus manos al frotar el arco de madera contra un pedazo de tronco. Cuando el humo apareció, el hombre se llenó de una mezcla de asombro y de temor, y el surgimiento de la primera llama produjo en él un frenesí incontrolable, como si estuviera en presencia de uno de los abismales dioses del firmamento, colérico e ingobernable.

La sapiens, sonriendo, apartó el sudor de su frente, y contempló al hombre exaltado de furor ante el misterioso ser que se retorcía crepitante. En la mente del neandertal aparecía una nueva dimensión en la que los poderosos dioses del cielo, que tronaban y mataban a placer, podían ser invocados de la mano de aquella enigmática joven.

Situándose a la espalda del desconocido, cuya ignorancia le producía inmenso regocijo, la joven de ojos negros tomó sus manos y le enseñó los movimientos que había que realizar para producir aquel sagrado acto primigenio. La presencia femenina rozando su cuerpo, tan cálida y cercana, embriagó al neandertal mientras la sapiens, a través de sus manos, le enseñaba el arte divino de su pueblo, secretamente aprendido de su padre, el venerable chamán. Al repetir los movimientos y hacer brotar la llama, el hombre sonrió satisfecho, sintiéndose más poderoso que los cielos abismales: sabía cómo domesticar a los ingobernables dioses de lo alto.