Mi madre llora en la habitación desde hace horas. Escucho su profundo lamento que me parte en dos.
—Te lo advertí…por qué no me escuchaste—Lo grave es que tiene toda la razón.
Ella siempre estuvo orgullosa de mí, decía que era una niña especial. Curiosa, inteligente, con una mirada profunda y felina debido al color de mis ojos. Eran dorados con destellos verdes, lo que hizo que me ganase el apodo de “gata”.
Mi madre era curandera como todas las mujeres de nuestra familia. Vivíamos con discreción alejadas de la aldea, intentando no llamar la atención. Enseguida noté que la gente nos miraba con recelo, nos temían, pero no dudaban en venir a nuestra casa cuando algún mal les acontecía.
Enseguida aprendí los secretos de las plantas. Desarrollé un don que puso en alerta a mi madre. Con solo una mirada, podía ver que mal acechaba a una persona. No sabía como ocurría. En unas ocasiones era el tono de su piel, la postura, el olor que emanaba…e inmediatamente sabía que ungüento, brebaje o cataplasma le aliviaría.
Hace unos días, observé que el párroco caminaba con dificultad, le costaba respirar y el rostro violáceo no auguraba nada bueno. A pesar de que él siempre evitaba mi presencia, me atreví a llevarle una infusión de hojas de espino blanco, romero, melisa y miel.
La mejoría fue evidente, pero desde entonces me mira con terror. Ha revolucionado a toda la aldea, sus sermones se han vuelto febriles, inconexos, con continuas alusiones al demonio y sus malas artes.
¡Huye! Me grita mi madre. Pero no lo voy a hacer. Ya sé escucha la masa de hombre enarbolados. Cuando derriben mi puerta, aquí me encontrarán porque ningún mal hice. Tengo miedo, pero ellos en su ignorancia me temen más.
Buena narración, enhorabuena.
Saludos Insurgentes