«El poder de la llama»

Arrodillado en el centro del templo, rodeado por las antorchas que alumbraban el lugar, podía escuchar como venían a por mi.

El viento reptaba por cada rincón de lo que era mi hogar, yo, como sacerdote de la llama, había jurado mi vida, desde mi más tierna infancia, a velar por la protección de la llama de la diosa, pero jamás imaginé que mi vida acabaría así, bajo la espada de unos bárbaros paganos sin nigun tipo de compasión.

Escuchaba los alaridos de mis hermanas y hermanos, que caían bajo el yugo de las hojas de estos hombres impíos, que reían a carcajadas, mientras rebanaban cuellos, amputaban brazos y si alguno de nosotros les gustaba, no perdían el tiempo y nos violaban. Mujeres y hombres, ninguno estaba a salvo y por supuesto, yo no seria la excepción.

Me mantuve allí, arrodillado frente al cáliz sagrado, con la llama ardiendo en todo su esplendor, con las manos cruzadas sobre mi pecho y la cabeza baja, entonando mis rezos.

Alcé la vista cuando escuché los pasos detenerse frente a mi, viendo varios hombres de mirada lasciva, alternando entre mi cuerpo y la llama, seguramente pensando en cual de los dos era el premio que obtendrían primero.

Pero no me iba a rendir. Me levanté, con calma, extendiendo mis brazos hacia ellos, con una sonrisa dulce en mis labios, como si fuera una madre esperando a que su hijo le abrazara, pero no, no eran mis manos los que les abrazarían.

- Firos,,.vetia.,,nu…

Susurré y la llama tras de mi ardió, consumiendo mi cuerpo, quemando mi ropa, acabando con mi vida y a la vez, la de mis agresores.

El templo, caería, ardería, pero la llama, seguiría a salvo, pues esa era mi labor, la labor, del guardián de la llama.