«El precio del whisky»

Métete en ese concurso, decía mi médico, y por lo menos estarás un tiempo sin catar el whisky, maldito borracho. ¿Para qué le hice caso a ese coleccionista de vicios de toda índole, desde esnifar cocaína hasta empalmar una cigarro tras otro, pasando por —hablando de empalmar— sus visitas al prostíbulo, además de cosas menores pero más irritantes como las incursiones del meñique en los orificios de su nariz?
Debí haber imaginado que si Ojo Oculto magnifica, mi patética vida resaltaría aún más. Ya no tengo ganas ni de fingir. Tras dos días diciendo que me hacía mucha ilusión estar adentro, a la tercera mañana ha vuelto mi cinismo. Quizás los pedos que el concursante de al lado ha estado tirándose toda la noche hayan influido.
Miro a estos niñatos que pretenden hacer carrera en televisión y tengo que contenerme las arcadas. Sé que están posando; aquí todos lo hacen, pero a estas alturas de la película ya va siendo hora de que alguien los ponga en su sitio.
Las cámaras no dejan de grabar un minuto. Así va a ser complicado que mi contacto en el exterior pueda lanzar mi inseparable petaca para hacer más llevadera esta tortura.
¿Acaso alguien me va a contratar viendo mi careto actual? En todas las redacciones conocen mis prontos, dicen descomunales, como cuando le rompí el tabique nasal al director de Gominolas porque insistía en que tenía que inventar bondades de la adolescente con alardes de estrella de música pop.
Bien pensado, este sitio me podría permitir escribir el reportaje de mi vida. Tan solo tengo que hundir la almohada sobre la cabeza del tío flatulento hasta que deje de moverse. Al día siguiente ya estaría enchironado con mucho tiempo libre para relatar cómo se vive en la cárcel. Y seguro que allí es más fácil conseguir whisky.