«Noche de nominaciones»

Aguardaba para entrar en el confesionario de Gran Hermano. En aquella velada pendía sobre ella la amenaza por una primera nominación.
A su alrededor tenían lugar distintas conversaciones pero a ninguna atendía. Su cuerpo generoso se hundía en el sofá, donde quizás no volviera a sentarse. Junto a ella, esperaba la enorme maleta, la misma que unas semanas atrás iba repleta de ilusión e incertidumbre. Pero en aquel momento entró con el saber estar propio de un famoso. Se presumía convencida de que allí pocas cosas le podrían superar. Qué equivocada estaba.
Al poco tiempo, la Dirección del programa introdujo un animal que los concursantes debían cuidar. Ella había tenido un caniche e imaginaba que las mascotas eran todas iguales. Pero cuando vio a la cabra, recién salida de la pubertad, un latigazo eléctrico recorrió su estómago. Desde el primer día, adoptó a ese animal. Ella la lavaba, la ordeñaba y la peinaba. Con la misma proporción que abría su corazón a ese mamífero cornudo lo cerraba al resto de compañeros de la casa.
La cabra pareció sentir idéntico flechazo y no se despegaba de su amiga humana. Su momento de máxima unión era cuando le daba su leche; nunca antes nadie había amasado sus ubres con tanta firmeza y, a la vez, amor. El resto de los habitantes asumía que ese acto era íntimo, casi sagrado, por lo que se respetaba.
Aquella noche de expulsiones, desde Estaca de Bares hasta la Punta de Tarifa se sabía que su mayor dolor iba a ser separarse del cuadrúpedo. Pero la razón de sus ojos acuosos, de su nariz con moco burbujeante y sus labios apretados no era dejar atrás al animal. Su motivo era que nadie pudiese imaginar que dentro de la maleta, en lugar de su ropa, reposaba dormida con somníferos su amada cabra.