«Una burbuja que no lo es todo»

Imagina cientos de miradas clavadas sobre ti. Es angustiante, ya respondo yo. Ahora, imagina cientos de miradas clavadas sobre ti, que tienes que disimular lo que te ocurre. Es... no sé catalogarlo sin recurrir a una metáfora. Es como si tus entrañas estuvieran derritiendo cada uno de tus órganos internos y tuvieras que fingir un frío desolador.
Amor, o qué sé yo qué demonios es esto. Supongo que si me pierdo, embelesada, en su rostro mientras duerme, esto tiene que ser amor.
Me gusta llamar burbuja a esta reclusión voluntaria porque así olvido que existe un exterior abrumante. Pensar que solo importa esta burbuja, me da alas para volar en un sentimiento que puede ser correspondido... o no. ¿Cómo puedo saber si él siente lo mismo sin lastimar a nadie? Carla me dijo que eso es imposible, que el dolor es irremediable. Y yo solo tengo un miedo, uno muy egoísta: no quiero ser yo quien llore por alguien que no me ama.
Me abrazo a la almohada que huele a él, al perfume que ella le regaló, y las lágrimas indeseables se vuelven inevitables. Por primera vez en estas semanas, no sé disimular. Quizá nunca he sabido hacerlo y ya todo el mundo me ha descubierto. Quizá sea así porque ¿sabes qué? El amor no se oculta con periódicos en los ventanales, claro que no. El amor está para abrir la ventana de par en par y gritarlo hasta que no quede voz, hasta que las cuerdas vocales se impregnen de puro dulzor.
Se acerca a mi cama, como cada noche. Lo miro con los ojos vidriosos, con el destello revelador de quien ya no puede callarse. Esta vez, no es igual, él lo sabe.
-Me gustas -susurro.
Abrazo un poco más esa almohada. Cierro los ojos, temerosa, y... que sufra quien tenga que sufrir.