Soy el protector de la Llama Sagrada. La persona más importante del templo de fuego. Provengo de una estirpe dedicada en cuerpo y alma a esta gran tarea. Durante varios meses al año transmito mis conocimientos a mis descendientes porque ellos serán los encargados de mantener la llama viva. Y así, los hijos de mis hijos, y los hijos de sus hijos, hasta el final.
Debo cuidarla hasta que empiece el ritual y mientras dure el mismo. Puede parecer que el cometido es sencillo, pero nada más lejos de la realidad.
Pertrechado para la acción, siempre atento a los bárbaros que intentan invadir mis dominios, imponer sus erróneas técnicas ancestrales, cambiar las antiguas reglas por nuevos métodos sacados de no sé dónde. Cuento con el peto que protege mi cuerpo de las agresiones físicas y unas pinzas como toda arma. Si atacan, no dudaré en usarlas y atemorizarles con gritos de guerra.
A lo lejos veo aproximarse al protector de la Sustancia, cargado con el sustento y el elixir de vida. Me asusto al ver que un bárbaro corre hacia él agitando el fruto de la tierra. Pretende mancillar el ritual con semejante ofrenda.
Consigue zafarse y llegar hasta mí, sudando y desencajado por el terror.
- ¡Joder, casi me cuela el calabacín!
- ¡Deja ahí la panceta y los chorizos y abre unas birras! La brasa está casi lista.