Y como cada mañana de domingo Aretha se dedicaba a sus labores de limpieza, dejando todo reluciente a su paso. No solo limpiaba su pequeña parcela, sino que también hacia lo propio con la de sus vecinos colindantes, cosa que le agradecía enormemente su vecindario.
Tenía su rincón favorito, donde mas se esmeraba, en el que llevaba a cabo siempre el mismo ritual, flexionaba poco a poco sus piernas hasta apoyar sus rodillas en el frio suelo, recubría cuidadosamente con mimo su dedo índice con un antiguo trapo, le rociaba al trapo un producto especial para no dañar la plata, y se dedicaba con esmero a limpiar las dos placas que llevaban impresas con cincel los nombres de sus dos nietos, uno de veinticuatro años y otro que apenas había cumplido su mayoría de edad.
Y como si allí estuvieran de cuerpo presente ambos, les narraba una y otra vez la misma historia de siempre, les hablaba del Soñador, de cómo consiguió dar un giro de trescientos sesenta grados a la situación la cual vivía el pueblo negro, que pasaron de ser considerados poco más que animales, a ser seres humanos de pleno derecho, algo que le entristecía contar pues nunca entendió la maldita barrera de color. Tras contarles dicha historia, daba un beso a cada placa y se levantaba con lágrimas en los ojos, pues que duro era verse ella allí contando esa historia a los restos enterrados de sus dos nietos, los cuales yacían allí por culpa de la supremacía de una placa y un tambor.
Antes de irse de allí, cada domingo, depositaba una flores en el suelo y les prometía a sus nietos que la lucha continuaba, que aún quedaba mucho por hacer, pero que en algún momento lo iban a conseguir.
In memoriam.
Saludos Insurgentes