Siempre he tenido una teoría. Cuando esperas un resultado, fantaseas sobre posibles opciones o te da por formular hipótesis, no importa que plantees cien escenarios diferentes. Sucederá algo con lo que no contabas. Siempre habrá un “escenario 101” que ni se te había pasado por la cabeza.
Los años me han dado la razón. De hecho, la vida me ha regalado numerosas oportunidades para demostrar la veracidad de esta teoría. Esta ciencia que he inventado no solo es válida en vida. También es aplicable a la muerte. Cuando vivía, imaginé hasta cien formas en que moriría. Aunque una de ellas transcurría en un incendio, jamás habría pensado que sería la niñata del tercero la causante de mi muerte.
Marta y sus mil decibelios perforándome el cerebro al mascar chicle en el ascensor. Su ensordecedor y desagradable tono de voz criticando a medio barrio por el móvil en el portal. El infernal ruido de la moto de “El Pecas”, un monigote largo y delgado que hacía las veces de novio de la susodicha y que pasaba más tiempo con la lengua fuera de la boca que un husky siberiano en pleno Sáhara.
La madre de Marta, este pequeño engendro que yo tenía como vecina, se enzarzó acaloradamente una noche con su hija. Yo solo oía gritos por el patio: ¡te prohíbo que veas al imbécil ese! En un acto de vendetta adolescente, y por qué no decirlo, de pura gilipollez, prendió las cortinas del salón. Todo ardió, los bomberos no llegaron a tiempo y yo inhalé demasiado humo desde la azotea.
Ahora aparezco en sus sueños, cambio las cosas de lugar y enciendo y apago los electrodomésticos de su casa indiscriminadamente. De las cien maneras en que había pensado invertir mi tiempo en el más allá, indudablemente, ésta es la 101.