Allí estaba, frente a la urna que contenía, la que decían era, la flecha que había acabado con la vida de Aquiles, héroe de la guerra de Troya. Apenas llevaba una semana expuesta en el Museo de la Acrópolis de Atenas y había conseguido batir récords de visitas.
Decían que era la auténtica, la que atravesó el talón de Aquiles, envenenó su cuerpo e hizo caer al guerrero que se creía invencible. Nunca antes había sido expuesta, ni siquiera se conocía de su existencia. Sólo quedaba de ella la punta que aún conservaba pequeños restos de sangre.
Puse mi mano sobre el cristal que la protegía, quería sentirla más cerca y notar la fuerza de aquel ser mitológico. Fueron milésimas de segundo, sentí una fuerte descarga y un instante después estaba allí tirado, al lado de varios cuerpos sin vida. Conseguí levantarme, subí mi mirada y allí lo vi, era el mismo Aquiles en plena batalla de Troya y a 100 metros de él, Paris, príncipe troyano, le apuntaba con su arco y aquella misma flecha.
¿Qué debía hacer, evitar la muerte de Aquiles y cambiar la historia? Quizá si cambiaba su destino, su eco en la eternidad no sería el mismo y yo lo quería así, los amantes de la mitología griega lo querían así. Me quedé paralizado viendo como la flecha atravesaba su talón, lo vi caer al suelo con el miedo en los ojos de quien sabe que es su final, vi morir al gran Aquiles.
Y una nueva sacudida me devolvió al museo. Al ver las caras de los visitantes comprendí que, a veces, los grandes personajes históricos tenían su final escrito y así debía suceder.