Al fin llegó el día elegido. Ernesto llevaba semanas queriendo ir a ver la nueva exposición sobre samuráis que tenía el museo de historia. Parecía un niño con zapatos nuevos y los ojos le brillaban como nunca al contemplar los objetos que albergaban tanta historia a sus espaldas. A cada elemento que analizaba, más embelesado estaba hasta que al final, tras un gran gentío pudo ver lo que tanto anhelaba, la espada samurái de Hitoichi Ka.
Cuando consiguió estar frente a ella, un ligero empujón en su espalda hizo que se abalanzarse cerrando los ojos sobre esta. Nada más tocarla, noto una ligera vibración y cuando abrió los ojos ya no estaba en el museo, puede que ni en el mismo siglo.
Desconcertado, dedujo que se encontraba en el juicio Hitoichi, justo detrás del señor feudal que lo juzgaba. Hitoichi, arrodillado y con un kimono blanco, oía atónito todas las acusaciones que se vertían sobre su persona. Junto a él, otros tres samuráis corrían la misma suerte. Desertores, asesinos… eran un ejemplo de las palabras que les gritaban y que ellos negaban con la cabeza. Al acabar los cargos se hizo un silencio sepulcral. En ese preciso momento, todos los acusados se despojaron de su kimono y cuchillo en mano se lo llevaron al vientre.
Ernesto dio un paso al frente con la boca entreabierta queriendo hablar para decir toda la verdad, pero un instante después, reculó. Pensó en las consecuencias que podría traer cambiar la historia y en ese fragmento de tiempo los 4 samuráis cayeron al suelo heridos de muerte.
A la par Ernesto apareció de nuevo en el museo. Se levantó del suelo con la espada en la mano y depositandola en su atril susurró en voz baja, —tranquilo yo se la verdad.