«LA ALFOMBRA MÁGICA DE TANGU»

Siempre oculta, entre las sombras, prisionera, Emine observa desde el quicio de la puerta a su marido, el mercader de alfombras que, como todos los primeros lunes del mes, abre su casa para mostrar las novedades llegadas de lejanos países de exóticos nombres que Emine jamás verá. El anciano alardea ante el Jeque Sadat y el resto de clientes de su selecta mercancía.

Mercancías, propiedades del mercader, como ella. Y son hermosas. Emine siempre sueña que una será la alfombra mágica de Tangu, que la sacará del harén hacia un mundo lleno de maravillas. Cuentos de niña, la eterna niña a la que no dejan crecer.

Su joven cuerpo arde, por todo, todo el tiempo.  Arde de desconocidos deseos no satisfechos, arde de odio, arde de envidia y de vergüenza. De envidia y vergüenza ante su única amiga Musa, la tendera que trae la fruta a la casa diariamente.

Musa es de baja cuna, pobre, comparada con las riquezas del mercader de alfombras, pero sabe leer y escribir, hacer cuentas y camina por las calles del Cairo, libre bajo la luz de Sol, escuchando, hablando, riendo, viviendo.

Musa, siempre a escondidas, le lee los periódicos, le cuenta los chismes que circulan por la gran ciudad. Emine la escucha atenta, con reverencia, los ojos como platos mientras le habla de los ingleses y su guerra en Sudán contra el Mahdi, de los patriotas egipcios como Muhammad Abduh o Yamal al-Din al-Afgani que sueñan con un país moderno con niñas en las escuelas. De los escritos de Qasim Amin que hablan de mujeres sin velo.

Emine observa el bullicio del patio, mira a los hombres y piensa en los vientos del cambio que llegarán, soplarán fuerte, arrancarán las puertas y levantarán las alfombras haciéndolas volar libres y hermosas.