«Una alfombra, una niña y una aventura»

No soy una alfombra normal. De joven fantaseaba con volar como la de aquel cuento y presumía de controlar los hilos de mi trama. De poderme mover.

A las otras alfombras les devoraba la envidia. «A dónde vas a ir», decían. «Qué papel vas a cumplir si no puedes estarte quieta».

Fue un infierno. Por eso cuando me compró aquel mercader decidí yacer como el resto.

Esperé meses hasta que un adinerado comprador quiso verme. Me llamó simple y me tiró a un rincón. El mercader me dejó allí durante días. Los esclavos me apartaban con los pies. Iban y venían cargando a compañeras alfombras, que me miraban con lástima de camino a su nueva casa. Yo estaba avergonzada.

Entonces llegó aquel hombre envuelto en seda verde. Me levantó con sus propias manos. Me acarició y alabó el fino trabajo de mi tapiz. Negoció por mí como si me tratara de un tesoro y me llevó con él.

En sus lujosas habitaciones conocí a su hija. Era cándida y torpe. Tropezaba con sus propios pies y, un día, reaccioné. Me estiré para sujetarla. Se me congelaron los hilos del miedo. Ella amarró sus rechonchos dedos en mis borlas. No se sorprendió, no me juzgó. Sólo soltó una carcajada burlona y me llenó de babas.

De aquello hace 16 años. En este tiempo me ha contado secretos y ha llorado sobre mí. Se ha dejado abrazar y me ha abrazado.

Hoy mi niña se va para siempre. Va a recorrer el desierto con su nueva familia. Tengo el alma rota y sólo puedo pensar en quién la cogerá cuando se tropiece.

Espera, viene para acá. No entiendo qué dice, pero me está enrollando. ¡Me enrolla!

Es delicada, pero firme. Mi niña es una mujer y me lleva con ella a correr aventuras, como siempre quisimos.