«Misterios por desempolvar.»

El aroma a incienso que impregnaba la sala se entremezclaba con el olor a sudor, tornando el ambiente sofocante. Había caminado mucho para llegar al palacio y me encontraba exhausto, pero la emoción de pensar que estaba frente a una leyenda hacía que valiera la pena. La escena era como siempre la imaginé: un anciano de piel atezada, con barba larga, ataviado con turbante, y a su espalda una mochila de cuero desvaida. En ella cargaba múltiples alfombras, de todas las tonalidades. Allí estaban cuando yo llegué desparramadas por el suelo, siendo objeto de discusión de posibles compradores. Yo, desde la lontananza paseaba mi mirada sobre el montón buscando la que era el centro de las historias: la alfombra que había ornamentado el palacio de un rey de Alejandría. De ella se contaba que tiene propiedades mágicas, pues sobre su tapiz fue herida mortalmente la esposa del rey.  La fortuna tuvo el atino de hacer pasar por allí a un hechicero. El monarca lo hizo llamar para que sanara a su esposa. Sobre el sortilegio salvífico que allí se efectuó, nadie sabe nada, lo que sí se supo fue que la alfombra que sirvió de escenario adquirió dotes curativas y todo aquel que se posaba sobre ella sería bendecido con salud permanente e inmunidad a los daños. Así  bendijo todos los descendientes del rey. La alfombra fue robada por un mercader, que viaja vendiendo alfombras. Pero obtenerla no es fácil: la alfombra se encuentra mezclada con otras mil. Sólo aquel que por casualidad o por designio del destino, diera con ella, disfrutará su magia, probablemente desconocedor del tesoro que es, pensando que es una tela polvorienta. Pero al polvo subyace un secreto que pocos pueden desvelar. ¿Me permitirá el hado ser el afortunado de vislumbrar la alfombra mágica?