«Limpio de corazón»

La algarabía crecía. El amplio salón de exposiciones se veía abrumado por tanto griterío. Como buenos mercaderes, todos querían obtener el mejor precio para el mejor género expuesto y objeto del regateo.

De finas hechuras y supuestas propiedades mágicas, la gran alfombra pendía de la baranda del primer piso; tres individuos especulaban allí acerca de quién se haría con la joya de la corona. 

Un tal Hadmed Al Kabul se hacía llamar Príncipe de Persia y codiciaba dichas propiedades:

—¿Acaso no veis mis ropajes turquesa y blanco? ¡Nadie podría aspirar a poseer tan bello tapiz! ¡Ofrezco mil lingotes! ¡Zayú, te ordeno que entregues la suma de inmediato si no quieres probar mi furia! 

El esclavo traía, además, la cabeza tan gacha que sin querer tropezó con otras piezas echas bulto, diseminadas por el suelo. 

Su amo reaccionó severo:

—¡Torpe, tanto como ese burro! ¡Recoge los lingotes que has dejado caer! 

A la que hacía ademán de sacar su fusta, detuvo la acción un señor con porte majestuoso y vestido de blanco, junto con su séquito: 

—¡Cejad en vuestro nefando intento, que esta pobre criatura tan solo tuvo un tropiezo! Dejad que os diga que soy el Gran Alí Yasir Islamabar, dueño legítimo de toda Persia y de todas las tierras del lejano Oriente. No eres más que un vil usurpador que hasta robaste mis ropajes abusando de mi confianza. ¡No eras nadie! 

—¡¿Es eso cierto?! —inquirió el vendedor.

El supuesto Píncipe quedó al descubierto y en escarnio público ante la indignación general. Salió abucheado.

Retomó la palabra el vendedor:

—¡Cuánto lo siento, Señor Alí Yasir! Como recompensa ante tal agravio, permítame obsequiearle con mi mejor pieza, que no se deja comprar a no ser que el aspirante sea limpio de corazón y es usted el único que ha demostrado serlo. ¡Con ella jamás, ni usted ni los suyos, enfermarán!