Estaba siendo un año despiadado, las inclemencias del tiempo habían destruido todas las cosechas y la población se marchitaba. Podía oler el aroma a tierra mojada y madera húmeda, las hojas habían empezado a caer y la cuenta atrás empezaba, el sol cada día nos abandonaba más temprano, el invierno nos esperaba.
- ¡Estamos hambrientos! – escuché gritar a la muchedumbre exaltada - ¡Sí, necesitamos comida, ya no queda nada en nuestras alacenas!
- Vayamos a casa de Enyd, la druida y pidámosle explicaciones, ¡todo esto es culpa suya! – bramó un guerrero de larga cabellera y bigote abultado.
Vi como la multitud empezó a ascender la alta colina en dirección a mi casa. Pero para cuando llegaron, yo ya no estaba presente. En la mano derecha una hoz de oro, mis ojos en blanco y un gesto lívido.
- ¡En el sexto día de la luna, cuando Mercurio nos acoja entre sus brazos, con esta hoz de oro recolectaremos bayas para nuestros enfermos y sanarán! – el pueblo coreó con alegría – ¡Y esta misma noche, tras la sagrada ofrenda de un mortal, de la tierra nuevos esquejes brotarán!
Se hizo el silencio, nadie se atrevía a hablar, a quién decidirían sacrificar… Ya habíamos tenido muchas bajas durante el verano y era pedirles demasiado.
Sin dudarlo, alcé la hoz y me corté la yugular. La sangre empezó a teñir la tierra y de ésta, brotes verdes afloraron de entre las piedras y el polvo.
- Pero, ¿qué haremos ahora? Sin ella no sobreviviremos – dudó el viejo herrero.
Y el viento susurró: “Volveré con el primer atardecer del solsticio vernal, cuando la luz toque los tres elementos”.
Saludos Insurgentes