Era un sábado de agosto, de esos que se marcan en el calendario de los meteorólogos por altísimas temperaturas. La familia de Excálibur había decido ir a la sierra para buscar el frescor del río y olvidar el calor del asfalto de la ciudad.
Y así pasaron el día, entre largas caminatas y baños refrescantes.
Pasadas las ocho de la tarde decidieron regresar a casa, iban con las ventanillas del coche bajadas y no tardaron en percibir el olor a quemado. Unos metros después pudieron ver cómo, lo que había empezado como una pequeña fogata, se había convertido en un incendio de grandes dimensiones. Miembros de protección civil les indicaron que debían esperar hasta que los bomberos hicieran el camino más seguro así que bajaron del coche.
Todo pasó muy rápido, al igual que los minutos del reloj, y sin apenas darse cuenta y, avivado por el viento, el fuego les cercó de forma inesperada. En un intento por ponerse a salvo, se vieron separados por las llamas. La madre junto a sus hijos, Rus y Alejandro mientras su marido se quedó atrapado al otro lado del fuego con su perro Excálibur y otras personas.
Excálibur comenzó a ladrar dirigiéndose a Teo quien enseguida se dio cuenta que su fiel compañero quería decirle algo. Se agachó, lo acarició y el perro comenzó, de nuevo, a ladrar y a correr como queriendo dirigirlos hacia algún lado. Su dueño sabía que podía confiar en él así que animó al resto de personas a seguirlos. Unos metros más adelante supo dónde iban, Excálibur los estaba llevando a la cueva donde tantas veces se habían refugiado de la lluvia y fue allí donde pasaron la noche y esperaron a que, a la mañana siguiente, y con el fuego más controlado, pudieran rescatarlos.