Subió a la azotea para tender ropa, y cuando estaba por terminar, escuchó la alarma de incendio. Dejó todo y corrió hasta el ascensor. Estaba muy solicitado, y no lograba apretar el botón antes que alguien más le ganara de mano. Comenzó a bajar por la escalera, pero llegó a un punto, en donde había llamas que le impedían continuar bajando. El humo era asfixiante, subió otro piso para respirar mejor, y siguió llamando al ascensor, pero ya no respondía. El humo aumentaba, regresó a la azotea. De nuevo ahí, pensó en pedir auxilio, asomándose al abismo. Ni siquiera se advertía, aún, la sirena de los bomberos, y sabía que, nadie más que ellos, podría salvarla del fuego. Los minutos pasaron e, increíblemente, la sirena de los bomberos no se oía.
Así, llegó el momento en que las llamas alcanzaron la azotea, y acorralaron. Ya con el fuego que quemaba la piel sin tocarla, arriba del muro de seguridad de la azotea, la existencia de los bomberos parecía un mito, y, en cambio, comenzaba a cobrar un terrible sentido el mortal dilema, las llamas o el vacío, y la piel ardía cada vez más, y sabía que, la otra muerte, al menos sería instantánea. Cerró los ojos, quizás por última vez, si es que el terror no los abría antes del impacto, e intentó respirar hondo, con la esperanza de ganar algo de valor para arrojarse.