Iván Almavieja era un soñador. Pero no soñaba con cualquier cosa, o un tema cualquiera, no. Lo único que le motivaba y hacía volar su imaginación, desde que tuvo conciencia, era el rememorar los pasajes e historias que leía en folletos, revistas y libros, y los museos que visitaba.
Una mañana de domingo, decidió darse una vuelta por el Museo Arqueológico Nacional de Madrid, donde se conservan cientos de objetos y monumentos de los que le fascinaban, pero en aquella ocasión fijó su mirada en una espada, con empuñadura de oro, datada en la Edad del Hierro.
En los rótulos que presentaban a aquella arma milenaria no encontró mucha información, como ya le era habitual, por otra parte, acerca del habitante de la antigua Iberia que la empuñó, ni su identidad, ni su cargo, aunque Iván imaginó que debió tratarse de alguien importante, pues en aquellos tiempos no empuñaba cualquiera un arma así.
Dispuesto a descubrirlo por sus propios medios, el joven cerró los ojos y centrándose en la empuñadura dorada de la espada, trató de descubrir quién pudo ser su poseedor. Como respondiendo a su llamada, pronto vio a unos brazos ensangrentados portarla, mientras golpeaban a un jinete que cargaba feroz contra él.
El poseedor de esas extremidades era, efectivamente, un rey. Un señor que portaba una especie de diadema, también dorada, a modo de corona, sobre su cabeza. Pese a estar gravemente herido, y sólo, pues casi todos sus hombres habían muerto, luchaba con valentía contra unos salvajes que habían invadido sus tierras, y estaban aniquilando a todos los varones de su pueblo, para tomar a sus mujeres e hijas, y crear un nuevo reino mezclándose con ellas.
Iván pudo sentir su desesperación ante su derrota.
Pero él no era un dios ni podía salvarle. Sólo recordar su lucha