Mi abuela me contó todo lo que debía hacer por la llama. Carbón y madera para que no muriera, un soporte de metal con asas de madera para sacarla en tiempos de necesidad. La llama debía vivir y yo debía hacerlo. Me dio la broncínea, para que nadie se acercara, con el velo y la túnica. Estaba nerviosa. Por fin llegó el día. Crucé la puerta y se cerró con mi sombra. La piedra gris era vieja, pero firme y sólida como nunca antes había visto. Y en el centro estaba toda esplendorosa, potente, magnífica. Derramé mi sangre encima. Ya no había vuelta atrás. Ahí estaba yo, leyendo, alimentando la llama, escribiendo, pintando. Llevaba mucho tiempo preparándome para esto y me gustaba. No engendraría hijos, sino esperanza. O eso creía.
Fuego, muerte y destrucción. Alaridos, berridos, agonías, desesperación. Hordas bárbaras expulsaron a los pajarillos. Adiós música, hola espada. Desde el balcón veía cómo las huestes cedían, la moral se quebraba, la sangre inundaba los suelos. Los últimos valientes mantenían la sacra escalinata.
- ¡Marchaos, insensatos! – dije – ¡ahora que aún podéis! –
- ¡Vente! – respondieron.
- ¡No! – afirmé.
- ¡Pues así nosotros!
Pusieron en fuga a los atacantes, pero por poco tiempo. La nueva embestida arrolló al vigor y la valentía. ¿Hasta dónde puede llegar un hombre por lo que cree? Hasta la muerte, parece. Bloqueé la puerta, cogí la espada, cubrí a la llama. Mi abuela estaría orgullosa, yo lo estaba. Uno, cinco, diez, veinte, cuarenta, tic, tac, tic, tac. Y cayó el golpe. La puerta lloraba, yo agarraba la espada con ambas manos, nerviosa y furiosa. Uno, dos, tres, demasiados. Un paso al frente, puñalada, estocada, corte, tajo, sablazo, pinchazo, sudor, cansancio, jadeo, dolor, muerte. Se replegaron. Doce. Caí al suelo. Volvían. Me atravesé sobre la llama. Hasta la muerte.