Los cuernos resoplan, las almenaras arden… Es demasiado tarde para huir: han traspasado las murallas.
Chocan las espadas, resuenan los gritos. Nuestro ejército combate contra una fuerza muy superior. Su deseo es grande, su ímpetu también.
Hace siglos, los Dioses depositaron en este suelo la Llama que Todo lo Enciende. Esta Llama alimenta todo lo que es sagrado para nosotros. Alimenta las lumbres de nuestros hogares y el amor de nuestros corazones. Alimenta el intelecto erudito y la ciencia que nos hace avanzar. Estos invasores, que han brotado de la oscuridad y se han nutrido de lo inhóspito, anhelan esta fuente de Luz y de Poder.
La refriega suena próxima y feroz. Cuando los metales ya arañan nuestras puertas y la sangre de los cuerpos despezados ante ellas las tiñen de rojo y negro, la Gran Sacerdotisa convoca al Monacato. Las mujeres, envueltas en sus pálidas túnicas ceremoniales, se arrodillan en torno a la Llama que Todo lo Enciende y entonan la última plegaria, enviando sus voces a lo más alto del Cielo.
La última estrofa concluye con una nota aguda, larga, infinita… Puedo sentir su fuerza. Puedo sentir la Mano de los Dioses tirando de mí.
Las puertas caen, ya están dentro. El Monacato reinicia la plegaria mientras forma una barrera entre ellos y yo para protegerme. Los invasores cortan sus cuellos y la plegaria se desvanece. Y yo… Yo ya no soy la Llama que Todo lo Enciende. Yo soy la Furia Hecha Fuego que arrasa con todo, vomitando esquirlas ardientes y mortíferas…
De la Mano de los Dioses, dejo este mundo y vuelvo a mi hogar llorando lágrimas de fuego. Algún día, cuando la paz sea algo posible de nuevo, regresaré…