Los gritos atravesaban las impenetrables paredes y llegaban a sus oídos. Supo que eran los bárbaros mucho antes de que pisaran el suelo sagrado del templo. Se imaginaba las flechas volando hacia los cuerpos de sus allegados, las casas ardiendo, las espadas reluciendo con sangre sobre los cadáveres de sus compañeros... Una cosa estaba clara: si conseguían llegar hasta él, significaría que el resto de monjes habrían caído, y que ni él ni la llama podrían salvarse.
Se arrodilló ante el fuego sagrado, el máximo símbolo del poder y el conocimiento de su pueblo, y, como en las últimas veces que había repetido el fatigoso ritual, se sintió cansado. Llevaba siglos sirviendo a la llama, y ya no recordaba la última vez que había visto la luz del sol. Le habían otorgado el honor de ser el protector del futuro de todos por toda la eternidad, a cambio de absolutamente nada. ¿Le había merecido lla pena? La verdad era que no, que se arrepentía de no haber huido a tiempo de sus responsabilidades.
Los salvajes aullidos cada vez estaban más cerca. Ni si quiera la llama podría proteger el portón de las embestidas bárbaras. Y tomó una decisión, la mejor decisión de su vida. Aquello que lo movía no era cobardía, sino agotamiento. Ya no servía para hacer su trabajo, no era el joven que entró al templo, quinientos años atrás, a servir al corazón de un pueblo. Su tiempo había acabado.
Los bárbaros quedaron impresionados cuando alguien abrió el inamovible portón desde dentro. De él salió un joven, de no más de veinte años, que pasó entre ellos y se fue alejando, poco a poco, mientras las marcas de la vejez lo consumían, hasta que su momificado cadáver cayó frente a la fachada del templo.