Nora subía las escaleras huyendo del fuego que la perseguía a sus espaldas. Buscaba un refugio donde las llamas no pudieran encontrarla, donde sus padres la recogieran y se la llevaran lejos de allí. Tenía apenas seis años, sus piernas eran muy cortas para avanzar rápidamente por los oscuros peldaños, su pelo castaño ondeaba a la voz del miedo, y el pánico que sentía la hacía estremecer a cada paso.
Alcanzó la parte más alta del edificio. No había tejado, era una enorme azotea rodeada de los techos de los demás bloques de apartamentos. Pensó en su familia; no recordaba haberlos visto antes de salir por la puerta de su casa. Solo escuchó la voz nerviosa de su padre llamando a los bomberos; pero estos no llegaban.
Nora estaba asustada y temblorosa. Notaba la boca seca, ardor en los párpados y sibilancia en su pecho al respirar. Se miró las manos, eran arrugadas y estaban llenas de manchas por el paso del tiempo. Su camisón dejaba un hombro al descubierto y tenía los pies descalzos. Su pelo ahora era gris, caían mechones plateados alrededor de su cuello. Olió su cabello a humo y empezó a sollozar.
Las llamas no tardarían en subir hasta ella, siempre lo hacían. En todos sus sueños, el fuego la encontraba y la amenazaba sin piedad hasta que despertaba atemorizada.
Un fuerte efluvio a combustible y muerte la hizo volver de su letargo, la inhalación de las toxinas la arrastraron a un estado de asfixia y envenenamiento, del cual solo ella era culpable.
Mientras, una Nora anciana iba cerrando sus ojos y rindiéndose a la muerte. Pensaba en su familia, y en ese terrible incencio que un vecino alcohólico provocó cuando ella era niña, donde murieron veintiseis personas.
Solo ella se salvó. Pero la pena no la dejó vivir en paz.