Había pasado mucho tiempo desde mi accidente, un infortunio que me tuvo debatiendo entre la vida y la muerte durante mucho tiempo, un coma inducido que se dilató dos meses, hasta que los médicos decidieron despertarme, desahuciado, sin esperanza. Mientras, mi esposa Carolina, me acompañaba cada día y mis dos hijos de dos y cuatro años, vivían con sus abuelos.
Carolina era muy creyente, yo no, rezaba cada día por mi recuperación, era todo lo que tenía, según ella. Nunca perdió la esperanza, hasta aquel día en el que la dieron la fatídica noticia; mi cerebro estaba demasiado dañado y se iba a ir deteriorando hasta mi muerte. Aún así, tras los primeros momentos de desesperación, hizo su última oración, su última promesa y se obró el milagro.
En menos de un mes, nos dispusimos a celebrar mi recuperación con una salida al campo, lo que mas nos gustaba. Fuimos a aquel bosque, nuestro lugar mágico, nunca habíamos ido con los niños y era el momento ideal.
Una vez allí, recorrimos todos los senderos que antaño eran nuestro refugio, los niños corrían y disfrutaban como nunca, habíamos recuperado la felicidad perdida.
De repente percibimos un fuerte olor a humo, el bosque se estaba quemando. Comenzamos a correr, yo cojo al pequeño en brazos y al mayor de la mano, mi esposa corría detrás. No se como pasó, pero de pronto noté que mi esposa ya no me seguía, se había tropezado con una rama. Las llamas estaban cada vez mas cerca y no podía ver a Carolina, pero si escuchar sus gritos de auxilio al principio y de dolor después. Pude ver como se quemaba, sin poder hacer nada por ella.
El fuego se había cobrado su deuda.