Ya ha pasado más de medio siglo desde que Celia Concordia se consagró a Vesta, con tan solo ocho años, su padre la entregó a la Casa de las Vestales. Desde entonces había consagrado su vida al cuidado del fuego sagrado en el Templo y había vivido allí junto al resto de las hermanas. Había mantenido la virginidad, incluso cuando habían pasado los treinta años, renunció a su derecho de poder casarse. No conocía otra vida y la que había tenido antes de ingresar en la casa, apenas la recordaba.
Pero aquel día era el más triste de su vida, como Vestalis Máxima, tenía la responsabilidad de apagar el fuego, el fuego eterno que había cuidado se extinguiría para siempre. El fuego sagrado que ardía desde los tiempos de Numa Pompilio, segundo rey de Roma ahora dejaría de hacerlo por orden de Teodosio. A partir de ahora la única religión permitida en Roma, sería el cristianismo.
—Les ha costado casi cuatro siglos, pero al final lo han conseguido. —Se lamentaba Celia con insistencia.
Ahora Celia y el resto de las hermanas, deberían volver a sus casas, donde a la mayoría, ya no las esperaba nadie. Abandonar la vida que las habían obligado a vivir, pero que habían aceptado, primero por obediencia y luego por devoción. Las mas jóvenes, aún podían tener la oportunidad de casarse, pero a las más ancianas les esperaba una vida de pobreza y marginación. Habían entregado su vida a una diosa que ahora no existía, a la que tenían que renunciar y quién sabe, adorar a otro dios al que no conocían. Nunca fueron dueñas de sus vidas, pero ahora tampoco lo serán.
El fuego sagrado se apagará, pero en los corazones de las Vestales, la llama siempre arderá.