Elisa llegó al museo atraída por la exposición de una vitrina donde una Blancanieves de carne y hueso reposaba en su eternidad. Su cuerpo era frágil y ceniciento y un velo cubría el rostro en el que, por un instante, creyó vislumbrar un eco de vida.
Leyó con interés la placa plateada:
FANNIA MERULA
(135 – 100 a.C)
Escritora y científica, escribió numerosos tratados de botánica y narró en sus diarios su llegada a la Península y su compromiso con el general Lucius Crespo.
Una vez casados, Lucius prohibió a Fannia continuar con la escritura y sus investigaciones. Ella siguió escribiendo e investigando en secreto y publicó bajo pseudónimo.
Tuvieron una hija que siguió los pasos eruditos de su madre y relató en sus propios diarios cómo su padre descubrió el engaño de su esposa y la castigó, encerrándola de por vida en una habitación sin ventanas.
Lucius Crespo murió envenenado. Los libros de botánica de Fannia recogían recetas de antídotos y venenos, por lo que se la culpó injustamente del crimen.
La ahorcaron y sus obras ardieron en una pira, condenándola también al olvido. Pero su hija pudo rescatar su diario más preciado.
Elisa reprimió una lágrima y una suave brisa le susurró al oído.
—Nunca renuncies ni a ti ni a tus sueños.
Miró a su lado: allí solo estaban ellas. Con tristeza se despidió de aquella mujer extraordinaria.
Sentada sobre la vitrina que contenía su cuerpo, Fannia, incorpórea, vio alejarse a la joven: su última descendiente. Sintió un poco de envidia. Ojalá hubiera nacido ahora. Ojalá hubiera tenido otra oportunidad. Sin embargo, se contentó al pensar en aquel diario que sobrevivió al fuego y que durante dos milenios inspiró a tantas mujeres a seguir luchando y creer en sí mismas.
Sonrió. Después de todo, seguía viviendo en ellas.