Pese a las advertencias del conductor, Matilda subía cada día a aquel autobús, era la única forma de llegar cada día a su trabajo en la fábrica de tabaco. No le importaban los insultos y desprecios del resto de pasajeros. Se sentaba siempre en el mismo sitio, el último asiento, junto a la ventanilla. Desde la cual veía cada día las calles de su ciudad, lugares a los que nunca se atrevería a pisar, cafés con los siempre soñó visitar, teatros a los que nunca pudo entrar y cines que anunciaban los últimos estrenos, con actores blancos, siempre actores blancos. Era un mundo que solo podía ver tras el cristal de aquel autobús, era la única forma de abstraerse de los insultos y vejaciones, como si la cosa no fuera con ella.
Pero aquel día fu diferente, si vio obligada a llevarse a su hijo al trabajo, se montó en el autobús como cada día y se sentó en el mismo asiento, con la diferencia que el asiento de al lado ya no estaba vacío, estaba su pequeño John, escuchando los mismos insultos de cada día, pero el pequeño ni tan siquiera reparó que iban contra él y su madre.
De pronto se le acercó otro niño, muy rubio, juntos comenzaron a jugar, correteando por el autobús. Ambas madres trataron de evitarlo, pero ninguna lo consiguió, los niños continuaron jugando ante la mirada atónita de los pasajeros.
Desde ese día, Matilda siguió subiendo al autobús, pero ya no había insultos, ni vejaciones. Todos habían aprendido una lección de aquellos niños, a ellos no les importó el color del otro, tan solo vieron a otro niño con el que jugar.
Me ha encantado la esencia de la historia paisano, enhorabuena.
Saludos Insurgentes
Muy buen relato Juan ^^