Estaban los siameses, un ibero y un romano que debían su sobrenombre a que encontraron juntos la muerte, reflexionando a través de sus vitrinas vecinas sobre el narcisismo colectivo que afecta a cada una de las generaciones: todas se creen que la humanidad ha tocado techo con ellas. A partir de su existencia, la piedra de Sísifo rueda hacia el caos, la decrepitud, la vagancia y la pérdida de valores. Los siameses, que desde que se dieron muerte el uno al otro empezaron a encontrar puntos en común, siempre han pensado que sus contemporáneos fueron el clímax de la civilización, esos que se mataban cuerpo a cuerpo, sin necesidad de cañones, metralletas o aviones de combate.
El ser humano mata cada vez desde más lejos y ha ido desterrando la muerte de su cotidianeidad: ya no se velan a los muertos en las casas, se llevan a esos edificios que podrían servir para tanatorios o para salas de interrogatorios de la policía con una pequeña modificación: el cristal debería dejar de ser de visión bidireccional. Y, sin embargo, la gente acude a los museos a recrearse en los restos esqueléticos de hace dos mil años, como los de los siameses, porque ya no ven personas que vivieron, solo huesos insensibles, como si fueran vasijas o herramientas, ornamentación de la época.
Los siameses, hartos de verse como objetos inanimados, han solicitado a la dirección del museo un mecanismo a pilas que mueva sus restos cada vez que alguien plante un móvil delante de ellos: quieren hacerse virales en Tik Tok.
