Blanca solía ser una chica vivaracha. Ahora era una sombra, una quimera. Siempre acogotada, siempre errática, pidiendo permiso a la mirada de otro, de una bestia que con un sutil fruncimiento de sus ojos y una débil entonación le permitía o prohibía poder ser ella misma. Ella estaba profundamente enamorada de él, él lo sabía, todos lo sabían, hasta los ciegos podían verlo. Pero él, Aníbal, no la amaba, él prefería estar sentado en una mesa mientras sentía el poder que podía ejercer con un solo gesto. Ella era un lobo solitario buscando manada.
Fueron a la pista, Aníbal bailaba economizando los movimientos, todo demasiado calculado, aunque ocasionalmente algún movimiento se salía del plan previsto, el alma dando un golpetazo. Blanca siempre bailaba acercándose a él con sus cinturas cobrando vida propia. Él la miraba pero su cuerpo no alteraba sus movimientos. Ella se arrimaba más, insinuando sus curvas. Su alma parecía aullar y la de él, sorda, solo quería dar golpetazos. Y ella siempre miraba temerosa de contrariar los ojos de su amado.
Fueron a la calle, él necesitaba echarse un cigarro. Unas nubes densas cubrían el cielo. “Estupendo” pensaba Aníbal, la luna le alteraba. Se desató un fuerte viento y Blanca se apretó contra su cuerpo. Las nubes se despejaron en un suspiro. Una luna llena fulguraba con toda su fuerza. Aníbal comenzó a temblar, se le ponía la piel de gallina, apretaba sus dientes y una extraña sensación le recorrió el espinazo, incluso escuchaba el rugido. Ella le pasaba la mano por el cuello buscando su rostro, entretejiendo sus cabellos y acercando sus alientos. Podían oler sus entrañas. Su hocico era el de una loba blanca. Ella, ahora fuerte, le robó un beso, y con aquellas mandíbulas, de un solo bocado a Aníbal le rompió el cuello.