Esa tarde me había alejado del grupo, intentando atrapar un casal de liebres bastante gordas. El otoño recrudecía y cada vez nos costaba más cazar lo necesario para todos. Cerca de un riachuelo perdí el rastro, y me di cuenta que oscurecía. Trepé a un árbol alto para orientarme y trazar un camino de regreso al grupo.
No tardé en notar mi piel erizada y la garganta seca, algo me perseguía. No pude contra el instinto y empecé a correr, al unísono, mi depredador se dio a conocer: una de esas gatas gigantes con manchas, tan hambrienta y perdida como yo. La gata y yo corrimos enajenadas, nos caímos, nos acercamos y nos alejamos. Mi corazón bombeaba con fuerza pero no vi venir el golpe.
La gata tampoco lo vio venir, dio un último aullido seco, y supe que acababa la persecución. Desaceleré el paso hasta caminar en círculos para recuperar la respiración. Lo vi llegar con la gata sobre los hombres, aún en la penumbra reconocí que no era de los nuestros, pero acababa de salvarme la vida. Nos saludamos con la cabeza, y con un gesto me invitó a seguirlo.
Me pareció que la mejor forma de agradecer era enseñarle a encender una fogata, es bien sabido que los otros no dominan el arte del fuego. Busqué con torpeza ramas y piedras, y empecé a imitar a los maestros del fuego. Él me observaba en silencio y yo empezaba a asustarme, de pronto se acercó con una de sus herramientas y me congelé por segunda vez en el día. Tomó una de mis piedras y golpeó su herramienta generando chispas rápidamente. Se alejó unos pasos y me dejó completar la tarea, mientras se dedicaba a despellejar la gata.
Mirando el fuego me pregunté cuánto aprendería de él.