Maldita la hora en que, en mi lecho de muerte, decidí donar toda mi fortuna a aquel nigromante. Aseguró transportar mi alma desde aquel cuerpo moribundo hasta este autoretrato.
Yo me las prometía muy felices despertando cada día en el salón del ricachón que comprara el óleo que, tras mi muerte, triplicaría su precio.
Cada vez me cotizaba mejor y pasé de venderme a pseudo jeques forrados de pasta en Puerto Banús a ser artista exclusivo en la galería Tomio Koyama de Tokio. Este cuadro póstumo sólo podría adquirirlo alquien rico y poderoso.
Terminaría colgado en las paredes de una gran mansión donde sería testigo de sucesos de lo más interesantes.
Pero nada más llegar al otro barrio, aquella antigua alumna que me beneficiaba en los baños de la facultad de Bellas Artes apareció con un mocoso pelirrojo en la prensa amarillista reclamando una prueba de ADN para demostrar que ese churumbel era el heredero de toda mi fortuna. Y lo logró.
Cuando le comunicaron que, a punto de morir, dejé todo mi patrimonio a un ocultista inglés y que tan sólo heredaba un óleo que no se vendía por parecer una mala copia del autorretrato de Van Gogh, entró en cólera. El resultado de esa ira fue hacerme añicos en cuanto me tuvo en sus manos.
Más tarde recapacitó y me llevó a arreglar. El apaño le costó un riñón. Tuvo que donarme al mismo conservador que restauró la obra por no poder pagar. Y éste, a su vez, me donó al museo municipal donde desde septiembre se repiten cada día las visitas de institutos con adolescentes perturbados como éste que tengo enfrente ahora mismo sacándose un selfie conmigo mientras sus desgarbados compañeros le dicen: -”Tío, como te pareces al tío del cuadro, hazte un ´Tik-tok con él, ¡venga!”.