Mi visita al museo etnográfico había sido pospuesta constantemente. Pero hoy se prevé lluvia persistente. ¡Toca museo!
Entro. Voy despacio entre aquellos objetos. Ellos guardan una distancia respetuosa entre sí. Aperos de labranza, utensilios de dentista. Una cocina como la que hemos visto en las historias de brujas… Realmente disfruto paseando por la historia.
Ahora me sumerjo en la vida del mar. De los que han vivido del mar. Sus toscas trampas, que continúan como hace un siglo. Veo redes, boyas, nasas… y me fijo en un casco metálico de un submarinista. Al verlo siento calambres en todo el cuerpo. Busco apoyo. Tal vez me desmayo o simplemente caigo en otra dimensión.
El casco tiene dos ventanas que a penas dejan ver alrededor. Es una sola pieza de metal claro unida con soldaduras toscas al resto del casco. A través de ese burdo cristal veo la expresión de angustia del pescador. Su grito de socorro. ¡Se está asfixiando! Yo también. Sudo y trato de empujar ese artefacto de tortura… ¿Por qué lo está utilizando este hombre?
Intento arrancarle el casco. Busco algún tornillo, una tuerca… algo que me permita liberarlo y no puedo. Grito. Grito.
La cuidadora del museo me da a oler gel hidroalcohólico, lo pasa por mi frente. Me habla despacio y yo regreso al museo.
Tengo la respiración descontrolada. El corazón está impulsado por alguna corriente marítima… pero estoy en el Museo.
La cuidadora me cuenta que ese casco perteneció a un submarinista que se ahogó en 1920. Sí, por un fallo en el mecanismo. Tal vez pude yo ayudarle. Quizá me esperaba a mí y no pude. No supe.
Ya no continué la visita. Cogí mi paraguas y me alejé montaña arriba para que el mar no me acusara de una muerte accidental.