La velada había sido maravillosa.
Los niños que ahora jugaban entre ellos, se habían comportado estupendamente.
Él, que la había ayudado a colocar la manta para el agradable picnic, preparar la comida, recogerla y guardarla en el coche, la habían sorprendido realmente.
La verdad es que llevaban unas semanas mejorando entre ellos y eso era de agradecer.
-¡Cuanta paz!- pensó para si misma mientras sentada en la suave manta disfrutaba de la última copa de vino.
Hacía tiempo, que no había observado un cielo como ese. Esos colores otoñales de coloreados naranjas, liliáceos y amarillos, mientras los pocos pájaros que iban quedando, se despedían del día con su hermoso canto.
Empezaba a refrescar; los pezones se le erizaron y en un acto reflejo se tapó con los brazos.
-¡No te tapes!- le exigió su marido, mientras se acababa otra cerveza y abría otra-¡Acércate!
Se paró en seco.
<¡Ya está aquí!>
Conocía ese tono, lo había oído antes. Era inconfundible.
Después de 30 años acabó conociendo todos los recovecos oscuros y no solo los conocía, sino que los había probado más de una vez.
Su piel se tensó como el cable de dios de cualquier funambulista. Su sangre se heló tan rápidamente que hicieron que sus voluminosos senos se pronunciaran aún más.
Sabía que, si osaba desafiarlo en ese estado, acarrearía graves consecuencias pero decidió levantarse y ponerse a un lado.
Antes de que pudiera reaccionar, su mirada se clavó en la de ella y observó cómo cambiaba de color. Empezó a notar un calor abrasante, olía igual que el pelo del cerdo cuando se quema. Sus poros empezaron a expirar vapor, parecía que estaba sufriendo una combustión espontánea.
Él empezó a arder y ella libre, a caminar en busca de sus pequeños.