«Puer ignis»

Las llamas se apoderan del bosque por donde huyo. Escapando por los túneles me vi obligado a tirar el scutum y el pilum. Aún me queda mi gladuis  de mano. Oigo el crujir de la madera siendo devorada por las llamas.

Siento el calor.

No soy el único en huir.

Veo un grupo de gente correr entre el humo y la maleza. La mayoría ancianos y mujeres. Su paso es lento y les adelanto en un santiamén.

Debo darme prisa si quiero salir con vida de ésta.

Me arden los pulmones. El humo penetra con cada jadeo que doy.

Oigo un sonido inusual. Viene de cerca. Es una tos aguda. De un niño. Me acerco sin desviar mucho mi camino y lo veo de pie. Como esperando. Un mocoso de unos seis años, tosiendo y con la cara negra de hollín.

—Oye pequeñajo, ¿Cómo te llamas?

—Flavio —dice entre sollozos y convulsiones.

—¿Dónde está tu familia?

Encoge los hombros. Se limita a mirarme fijamente a los ojos.

Observo hacia los lados. No hay nadie. Lo que sí que veo es vibrar el naranja que crean las llamas. Están cerca. Vuelvo a mirar al niño. Pienso en llevármelo conmigo. ¡No! Sería un lastre. Podríamos morir los dos.

Continúo mi huida. Camino por una empinada colina. La estoy subiendo con las manos apoyadas en la tierra. Una imagen de los ojos del niño viene a mi cabeza. Su llanto mezclado con la tos se revive en mis oídos.

No puedo dejarlo ahí.

Deshago mis últimos pasos.

Agarro su pequeña mano.

—¡Chaval!, si sobrevivimos lo haremos los dos.

Huyo, sin saberlo, con un joven Flavio Odoacro, el que años después sería Rey de Italia.