Los bárbaros ya habían tomado la ciudad, nuestras mujeres y niños. Solo unos pocos conseguimos refugiarnos en la fortificación de la acrópolis. Los muros son inexpugnables y teníamos víveres para 6 meses. Estanterías de conocimiento que debían perdurar.
La polis estaba siendo completamente saqueada, esas bestias parecían emergidas del inframundo. Venían a por la sagrada llama, gritaban al ritmo de los tambores sus canciones blasfemas. No entendían que lo que no es sagrado, hay que purificarlo.
Soy de las pocas personas que advirtió la decadencia de nuestra civilización. Los dioses nos han enviado estos demonios para que volvamos al camino de la rectitud. Tenía esa responsabilidad. Los gobernantes ciegos y los generales sordos han caído. Yo me alzo como esperanza de los supervivientes.
En la sala resonaban los mazazos contra la puerta de bronce. Los supervivientes se agitaban, cada golpe era un paso más hacia la muerte.
Difícil concentrarme en mi tarea. Grité a toda la sala: «si queréis vivir, necesito silencio. Os salvaré». Comencé el ritual, veía el miedo en los ojos de cada uno, asomaba en cada espasmo al oír los golpes, se tapaban la boca para no gritar. Se contenían para no desconcentrarme. Merecía la pena lo que iba a suceder.
Tras unos minutos conjurando en lengua antigua. La sala se quedó a oscuras, la llama se había consumido. Los gritos en el exterior cambiaron. Ya no iban acompasados a los tambores, el caos se había apoderado de ellos. Poco a poco cesaban tras la puerta. A mi alrededor los ojos transmitían sorpresa y preocupación. La muerte se alejaba dejando a su paso calma.
Dejé que abrieran las puertas, descubrieron que la ciudad solo eran ruinas incendiadas.
Quemé toda la ciudad para preservar la llama sagrada, pero no lo conseguí. Ahora tenemos una nueva esperanza.