Con apenas 17 años, Blanca y Lorenzo se incorporaron en la misma planta industrial de Madrid sin saber que les uniría algo más que un currículum similar. Años de miradas cómplices y sonrisas torcidas después, los rayos del sol y la luz de la luna bañaban sus rostros día tras día, cuando finalmente nació Hugo.
Los primeros años de crianza fueron arduos. Blanca tuvo que dejar la fábrica y Lorenzo se dedicó a cubrir turnos extras, pero cuando Hugo dio ocho vueltas al sol, todo cambió. Ambos recuperaron su puesto de trabajo y, sin posibilidades de conciliación familiar, después del colegio, Hugo pasaba las horas en casa esperando a sus padres. Cada día, a las nueve en punto, escuchaba cómo introducían la llave en la cerradura y corría hacia la puerta con los ojos adormilados, pero acompañados de una amplia sonrisa.
Eran las nueve y cuarto; y media; las diez. Las agujas del reloj avanzaban y con cada tic-tac el corazón de Hugo se encogía más. Aferrado al peluche que le acompañó desde sus primeros días, se tendió en el rellano de la puerta luchando contra el peso de sus ojos.
Miedo. El corazón vacío. La cabeza llena de cuervos que se alimentan de la inseguridad escondida en sus rincones más recónditos. Una fábrica incendiada. Las manos de un niño vacías, entrelazando sus dedos con la ausencia de sus padres. Una vecina socorriendo al pequeño. El calor de unas manos limpiando las lágrimas de sus húmedas mejillas. Un vaso de leche caliente con galletas. Una asistente social. Una carpeta llena de papeles. Una litera. Una niña rubia con trenzas. Unos ojos azules que le decían: “La herida sanará, pero quedará cicatriz”.
Magnífica narración!
Saludos Insurgentes