Una hora antes estaba frente a un espejo, observando a un señor mayor, anciano diría, de aspecto resultón y algo familiar, pero con el que apenas conseguía identificarme.
Aunque apenas lo recuerdo, en el fondo, sé que era yo.
Poco después, me encontraba engullido por un traje terrible, feo como él solo, incómodo, ceñido a unas ubres y lorzas de piel humana que rebozan la carne de algún animal degollado y engullido más por el estado de ansiedad constante que por un hambre insaciable.
Aunque apenas lo recuerdo, en el fondo, sé que ese también era yo.
Más tarde, con el viento creando ondas sobre mis mofletudos carrillos, sentí el frío del invierno, cobijado por el verano interior de mi cuerpo. Y la magia del volar sin alas, arrastrado por las zancadas imposibles de unos renos que corren sobre el vacío del aire.
Aunque apenas lo recuerdo, en el fondo, sé que era yo quien guiaba.
Cegado por un trabajo que, en definitiva, puede hacer cualquiera. Y donde lo importante no soy yo; ni siquiera el primer Señor Noel. Más bien, todo lo que para este mundo su historia y leyenda representan. Y ahora que las hojas se aprecian claras y hermosas, las luciérnagas alumbran cada copa de los árboles, y el suelo nevado brilla con mayor intensidad… Recuerdo que, por alguna razón, cansado, pero en paz, salté del trineo en marcha, vigilado por las estrellas, para finalizar una vida intensa pero muy, muy satisfactoria.
Eso sí lo recuerdo bien.
Saludos Insurgentes