Anochece en la ciudad y, los pocos transeúntes que aún deambulan por las calles, caminan, a toda prisa, tratando de encontrar refugio en algún lugar seguro.
Me temen. Es la realidad. Corren rumores de que hay un ser malvado que recorre los barrios, en busca de sangre fresca, al caer el sol. Nadie sabe cómo es porque, aquellos que han conseguido verle, ya no están aquí para contarlo. Y, la verdad, es que no puede ser más cierta esa afirmación. Hasta hoy, no ha habido nadie que haya conseguido escapar de mis garras.
Ojalá nunca hubiera tenido lugar lo de aquella noche fatídica. Pero ahora es demasiado tarde. Debo impartir justicia, aunque sea lo último que haga en mi vida.
Sucedió una noche de Halloween, un par de décadas atrás. Mi novia y yo regresábamos a casa, cargando con lo que quedaba de nuestros disfraces, tras una gran noche de fiesta. Estábamos ya a pocas manzanas de casa, cuando, de uno de los coches que estaban aparcados junto a la acera, salieron cuatro hombres, cubiertos con pasamontañas y armados con bates de béisbol. Mataron a mi novia y, a mí, me desfiguraron el rostro, rompiéndome la mandíbula, la nariz y la boca y sufrí decenas de contusiones y heridas por todo el cuerpo.
Permanecí inconsciente, durante varios días, hasta que el agua de la lluvia me despertó una mañana. En ese tiempo, nadie se preocupó de mi estado ni hizo nada por ayudarme. Como buenamente pude, me arrastré, hasta un lugar oculto, para recuperarme. Allí, esbocé mi sangriento plan. La sed de venganza recorría mi cuerpo.
Hoy es 31 de octubre. Como cada Halloween, esta noche morirán dos personas. Una por ella y otra por mí. No perderé más tiempo. Ante mis ojos ya se encuentra la primera víctima.