Que ese fin de semana por el pirineo iba a ser especial para nosotros era algo que sabíamos. Lo que no imaginábamos era cuánto. El viernes después de recoger a los niños del colegio salimos rápido, teníamos las maletas preparadas de antemano y unas ganas enormes de salir de la ciudad. Habíamos estado tres largos meses confinados perimetralmente, lo que significaba que nadie podía salir ni entrar sin un motivo justificado. Y al fin podíamos hacerlo, volver a estar los cuatro en nuestro coche charlando durante el viaje y escuchando música fue algo especial después de tanto tiempo. Llegamos a nuestro alojamiento, cenamos y nos fuimos a dormir temprano para estar bien descansados el día de senderismo que nos esperaba.
Al día siguiente nos levantamos temprano y preparamos las mochilas al tiempo que desayunábamos, el agua helada, la comida, chaquetas por si acaso, ese tipo de cosas innecesarias realmente pero que llevas por si acaso, todo. Cuando lo tuvimos preparado salimos por el sendero que subía hacia el monte. Al principio era una pista por la que pasaban perfectamente dos coches si se encontraran frente a frente pero conforme subías se iba haciendo un camino de herradura más bien. De repente, al volver una curva del zigzagueante sendero, vimos humo. Iván y Pedro, nuestros hijos, que iban unos pasos por delante, echaron a correr hacia el humo divirtiéndose. En pocos minutos nos separaba una cortina de fuego, el viento había cambiado de dirección y nos envolvía a ellos y a nosotros. Así estuvimos unos largos minutos que se hicieron eternos donde a voces les avisamos del peligro. Afortunadamente empezó a llover y el fuego se apagó solo.
Eso fue todo, señor agente.