Allí estaba yo, presidiendo aquella larga mesa. Sus miradas inquisidoras me observaban silenciosas. La expresión de su cara, justo frente a la mía, era el reflejo de la censura moral de finales del siglo XV. Mi único delito, tener los ojos verdes y el pelo rojo, y reir, disfrutar con la risa como si de una terapia rejuvenecedora se tratase. No había pócimas, no había conjuros. Nunca hubo hechizos, lo juro, pero él seguía acusándome de bruja.
Atada de pies y manos, nadie me creía. Los celos se había vuelto en el peor de los venenos y no había antídoto. Era como si en un ataque de rabia hubiera perdido la cordura, acusándome de un delito del que era totalmente inocente. El se había encargado de convencer a todos los allí presentes de que la mala era yo, de que era capaz de volver locos a los hombres con solo mirarlos. Que yo era culpable de su enajenación y que era el mismo diablo hecho mujer.
En esos momentos me hubiera gustado tener una escoba cerca para poder salir volando, para huir de aquel lugar frío y tétrico que tan solo dejaba pasar un rayo de luz por la ventana dejando ver el polvo en suspensión de la larga estancia.
Harta de todo aquello, me levanté, sin esperar que nadie me lo prohibiese y atravesé aquel muro que me separaba de la realidad, que me mantenía encadenada en un calabozo privada de mi libertad. Salí por la misma puerta que un día entré y volé como lo hacen las mariposas en primavera.
Una voz se oyó al fondo.
—¡Vete bruja!, y no vuelvas. Tu eres la culpable de su locura—gritó su madre que seguía protegiendo al ogro de su hijo incapaz de quitarse la venda de los ojos.
Lo peor de todo es que en el siglo XXI seguimos sin llegar al final del camino!🤦
Me ha encantado!
Saludos Insurgentes
Un abrazo
Buena historia.