No se cuanto tiempo hace que mi último aliento abandonó mi cuerpo, pero aún sigo aquí, ese cuerpo marchito y viejo, fue quemado en una hoguera, ya de poco me servía. Recuerdo el rostro de Claudio, que con voz tartamuda me prometía convertirme en diosa si llegaba a ser emperador. Oh, esa voz que tanto me irritaba, fue mi último consuelo. ¡La vida, cruel e irónica hasta el final!
Yo no confiaba en absoluto que pudiera cumplir su promesa, no por falta de voluntad, sino porque estaba convencida de que el tonto de Claudio no llegaría algún día a ser emperador. ¿Quién sería tan imprudente de ponerle la púrpura?
Pero, la vida volvió a sorprenderme, incluso después de muerta; Claudio fue emperador y cumplió su promesa. ¡Pobre tonto, con lo mal que lo traté siempre!
Y ahora soy diosa, por lo tanto, inmortal, aunque no me sirve de gran cosa. No sé el tiempo que ha pasado, es lo que tenemos las diosas, perdemos la noción del tiempo. Cada día es igual al anterior y al siguiente, soportando como cada día cientos de personas visitan mi casa, recorren las estancias con unos extraños artilugios con los que intentan plasmar la belleza mi morada, alguien que no nunca me conoció le explica como vivía, que comía, a quién recibía, ¡Que sabrá él!
Algunos dicen:
—¡Es como si todavía estuviera aquí!
—Pues claro que todavía estoy aquí. —Les digo, pero nadie me escucha. Ya nadie escucha a los dioses.
—Soy Livia, esposa de Augusto, emperatriz de Roma, la mas poderosa mujer que ha morado en el Palatino.
Cuando todos se van y cae la noche, vuelvo a estar solo y los recuerdo se agolpan en mi cabeza y solo deseo tener nuevos visitantes al día siguiente.