Entre las sombras del templo del Oráculo en Siwa, lugar también celebre por ser el sitio donde Alejandro Magno visitó cuando alcanzó el dominio completo de Egipto se encontraba solamente iluminado por las llamas del fuego. Atanas era el guardián de este espacio sagrado, se encargaba entre otras labores de que el fuego jamás se apagase, si tal situación ocurriese algo fatal pasaría.
Atanas llevaba cincuenta años vigilando y reponiendo las llamas a pesar de todo lo que ocurría a su alrededor, había sufrido batallas, expolios y muchas otras situaciones que habían puesto en peligro a las llamas del fuego y con ello su propia vida y la de sus amigos, familiares y convecinos.
Próximo al templo se encontraba una montaña ruda y cruel para vivir en ella, sin embargo, había una pequeña aldea de persona que los macedonios denominaban “barbaros”, ya que no se caracterizaban por poseer las mismas ideológicas, religiones y otros indoles semejantes a la de ellos. Los barbaros aún no habían dominado el arte de producir fuego, consideraban que era un regalo de los dioses, por lo que llevaban mucho tiempo intentando extraerla del templo del Oráculo, siempre fallaban.
Días previos a la festividad de la diosa Atenea, los barbaros habían planeado un plan para poder definitivamente extraer tal herramienta de poder. Cuando llegaron silenciosamente por la noche a las aproximaciones del templo, casi llegando a la puerta central de esta vieron algo extremadamente aterrador, pudieron contemplar como algo enorme y monstruoso iba derecho a ellos, asustados volvieron corriendo a la montaña, a sus hogares.
Aquel horroroso monstruo que había logrado salvar al fuego no era nada menos que Atanas que sabiendo del asalto planeado por los barbaros decidió disfrazarse y asustarlos. Tal situación se repetía cada año en dicha festividad, los barbaros nunca aprendían.