—Ya tendría que estar aquí —dice su novio—. No me responde al teléfono.
—¿Crees que le ha podido pasar algo? —pregunta la librera—. Lleva encima todos los ejemplares que íbamos a vender hoy.
—No lo sé, pero el libro es demasiado atrevido. Nadie quiso editarlo, recuerda.
—La trama que saca a la luz, de ser cierta, provocará un tsunami político.
En el sótano de un edificio monumental, Elena está temblando y maniatada a una silla.
—Señorita Blanco, permítame que no le quite la mordaza. Ahora que no nos oye nadie: las mujeres, mejor calladitas.
Se acerca y le acaricia un mechón del pelo. Ella aparta la cabeza.
—Ya se le advirtió que dejase de investigar pero usted parece que tiene afán de engordar su gloria. Olvidó que controlamos a la prensa.
Elena se queja y dice algo incomprensible.
—Tampoco reparó en que hay un orden natural que no debe ser alterado. La codicia es intrínseca al hombre. Sin ella la vida es muy aburrida.
Se revuelve en la silla hasta caer. El hombre sonríe, se acerca, la recoge y termina quitándole el precinto de la boca.
—Gente como usted debería pudrirse en la cárcel.
—Ya me arrepiento de dejarle hablar. No se da cuenta de lo que me obliga a hacer.
Elena pone cara de no entender. Entra otro hombre que trae un mensaje:
—Señor, las tareas de rescate no han funcionado, como habíamos acordado. El niño ha fallecido.
—Perfecto. Ese pequeño —confiesa a Elena— estaría vivo de no ser por su libro; no haría falta distraer al pueblo más todavía.
—¿También mandó echarlo al pozo? ¡Asesino!—Señor presidente, la prensa está esperando sus declaraciones.
—Enseguida voy. Llevadla a la incineradora. Adiós, señorita.
El giro final es brutal.
Saludos Insurgentes