Ha llegado el día de la ejecución.
En las mazmorras del Palacio Real, la guardia lleva al reo, el otrora Conde de Sotoblanco, que, tras su conflicto político con el monarca, ha sido desposeído del título y las tierras. En la plaza cercana, la guillotina lo espera ante la expectación de toda la plebe que hasta hace poco era su sierva.
Aprovechando la algarabía propia de un evento así, el benjamín del Conde, Enrique, encabeza una expedición de carrozas, huyendo con su bien más preciado: la extensa biblioteca familiar.
—¿A dónde nos dirigimos? —dice su maestro particular.
—Durante un tiempo nos esconderemos en el Condado de Salamandra. Mantenemos lazos estrechos con el noble de allí. Y después, buscaremos una ciudad donde empezar con una nueva identidad. Ahí se separarán nuestros caminos.
—Me aflige escuchar vuestra decisión. Aún recuerdo cuando, siendo un niño, buscabais mi pierna cada vez que el miedo os atenazaba.
Pasan los meses y, en la ciudad de Agatha se instala Enrique. Empieza a frecuentar círculos culturales dónde encontrar gente con sus inquietudes. Entre ellas conoce a don Heliodoro de Floridablanca, un comerciante con el que charla de lo terrenal y lo divino. Su nuevo amigo tiene una hija de la que pronto se enamorará e iniciará una relación seria.
Un día, Enrique revela a don Heliodoro la existencia de su biblioteca nómada.
—He decidido hacer negocio con ella.
—¿De qué me habláis, hijo?
—Voy a vender los libros, de uno en uno.
—Nadie ha hecho eso antes. ¿Sois consciente de la dificultad del asunto?
—Los libros son mi vida, señor. Trabajaré también con usted para que a su hija no le falte de nada.
—Bien, siendo que vamos a ser familia, os cederé la antigua serrería, para que ubiquéis la primera librería.
—Librería… me gusta cómo suena.
Tu estilo único e inigualable.
Saludos Insurgentes