Mientras miraba a través de la valla, con la vista fija en aquella huerta de hortalizas relucientes, me acordé del pastel de calabaza. Nunca me gustó cocinar, pero hacer ese pastel, con aquella calabaza que era casi tan grande como yo, me hacía una ilusión tremenda. Aún recuerdo al simpático vendedor al que se la compré, de brillantes ojillos bajo un sombrero de paja. “No te la comas de una vez, que te sentará mal”, me dijo, al tiempo que esbozaba una sonrisa pícara.
Ahora me encontraba babeando por un puñado de verduras y cubierto de escamas verdes. Y me pongo a pensar en que la sonrisa del vendedor quizás no fuera tan alegre como las calabazas sonrientes que llevaba en su carro.
Hay que decir que el pastel me salió delicioso, casi se podía saborear con la mirada. Parecía que mi cocina se hubiera compinchado para ayudarme a hacer un buen trabajo. Puede que hubiera algo mágico en aquella calabaza, al fin y al cabo. Esa misma noche comencé a sentirme mal. Cuando desperté, mi piel estaba cubierta de estas extrañas escamas verdes, afilados dientes de serpiente adornaban mi boca y mis ojos verdosos apenas soportan la cálida luz del día, que tan feliz me hacía…Pero estoy divagando. Ahora tengo hambre y estas calabazas sonrientes tienen buena pinta. La luz de la luna se refleja en ellas, sin alterar su expresión. Espero que el granjero sepa perdonarme esta vez.